Me piden desde el colectivo Atrapavientos que elija un libro que me importe, para una campaña en la que  cualquier zaragozano que lo desee donará a alguien uno de esos títulos que marcaron sus vidas. Los libros fueron en mi infancia un lugar real, un edén en el que podía refugiarme siempre que lo deseara, que era a menudo. Me sentía mucho más cómoda leyendo que viviendo. Con un libro entre las manos no tenía que esforzarme por  mantener el equilibrio al saltar a la cuerda, leer no me rompía las gafas como un pelotazo.  El pequeño vampiro o Pippi eran amigos tranquilos, seres entrañables a los que entendía mucho mejor que a la mayor parte de mis compañeros de clase. Recuerdo cuando Lorca me salió al paso y aprendí de memoria, con furor adolescente, su Romancero gitano.  Devoré algunas novelas de Almudena Grandes en la recepción de una sala de bingo en la que trabajé y entendí muy bien a su Malena cuando Fernando le destroza el corazón.  De adulta  encontré libros tan importantes que pasaron a ser recuerdos, no solo letras que he leído alguna vez. Imposible olvidar a la viejita que congela  a sus gatos cuando mueren por puro amor en ese maravilloso cuento de Capote, Una luz en la ventana. Imposible no enamorarse de Orlando, el hermoso caballero inmortal que atraviesa los siglos mientras va transformándose en mujer. Es difícil quedarse con un solo libro. Siento que escoger uno, explicar las razones y envolverlo para ese destinatario desconocido supone, en cierta forma, condenar a la oscuridad al resto de las lecturas que amé, que importaron. Pero  consuelo quizás mi libro caerá en las manos adecuadas y volverá a surgir la maravillosa historia de amor que nunca se acaba, entre un lector anónimo y la palabra.